Mi eterno amor al MAR

Han sido siempre estancias cerca del ambiente marino y en esas condiciones, observo como la brisa mece las hojas de las palmeras que se alinean a lo largo del paseo marítimo. Tendido en la arena mis ojos se cierran con el arrullo de las olas. Hace calor y cuesta pensar, cuesta hacer otra cosa que no sea evadirse con la lectura o la contemplación. Abrir el periódico o la novela, observar a los que pasan por delante de nuestra sombrilla, abandonarse a la ensoñación, a la modorra que provoca la salmodia del mar, la misma que han escuchado durante miles de años todos los humanos. A nuestro alrededor, la gente es un grito sordo de niños que juegan, de padres que se cuentan sus pequeñas historias y se animan a olvidar, de jóvenes que sueñan el amor y la grandeza, de gaviotas que surcan el cielo buscando algún barco pesquero, con marineros de barbas blancas y camisas pringosas.


Y es que, desde el refugio del parasol, el mundo se ensancha en las historias de ficción y se desnuda a nuestros ojos en las páginas del periódico o las revistas. Escudriñamos los campos lejanos llenos de terrenos sedientos, las montañas que retan el corazón de los caminantes, la arena de la playa donde pisan ansiosamente los pies desnudos. Qué dulce dominio, qué maravillosa sensación de poder y de inmunidad. A orillas del mar, las noticias cobran de inmediato un aire de pulcritud y aseo. La brisa y el sonido de las olas purifica cualquier dolor, arrastra los ríos de sangre y perdona todos los pecados. La cercanía del mar disculpa, también, el necio espectáculo que ofrecen los imbéciles que inundan el mundo. Qué puede significar esa sensación temporal a los ojos de quién tiene el dominio de los océanos, de quién conoce el nombre de cada gota de sus aguas.